Madrid y los espacios de la memoria

Ayuntamiento de Madrid, 26 de enero del 2005,

                   Un homenaje personal a la clausura del campo de concentración de
 Auschwitz, 60 años después. El 27 de enero del 2005
                                            Patricia Martínez de Vicente                  
                                               
Como todos saben, el salón de té Embassy situado en el Pº de la  Castellana 12, lo fundó, Margarita Taylor en el año 1931. Una irlandesa intrépida que apareció por aquí  y se enamoró instantáneamente de la capital de España para quedarse el resto de su vida. Mas o menos en las mismas fechas en las que su no menos intrépido paisano, el escritor Gerald Brenan, cruzaba también por primera vez la Sierra granadina a lomos de mula para instalarse definitivamente entre nosotros. ¿Qué les pudo atraer a ellos de este país, procedentes de unos orígenes británicos tan opuestos a los que eligieron para establecerse y permanecer el resto de su vida, fuera en Madrid o en la provincia de Granada? Podríamos suponer distintas hipótesis. Pero yo no dudaría en asegurar que la inflexibilidad de la sociedad británica, en transformación tras la Primera Guerra Mundial y aún exageradamente conservadora, con una estrechez de miras insoportables para unos ingleses inquietos y liberales como eran ellos, fue la razón principal que los acercó a nosotros, tan deseosos como estaban ambos de experimentar nuevas vivencias en un mundo diferente.   

Posiblemente sin conocerse entre sí, sin embargo, Margarita y Gerald sí tenía algo en común, además de sus orígenes británicos y de pertenecer a una misma clase social. Ella había estado casada con un militar británico con quien se acostumbró a viajar y vivir en lugares tan lejanos como la India y Gerald era hijo también de un militar que no veía con buenos ojos la temprana inclinación literaria y viajera, y por tanto, libertina, que ya demostraba su hijo. Para los dos, Margarita y Gerald, España supuso una huida hacia adelante en búsqueda de ellos mismos, un escapismo real, auténtico que los liberara de una opresión social - incluso familiar - que posiblemente sufrieron desde muy pronto, incapaces de seguir aguantando por mas tiempo a su propia gente. Y por eso decidieron quedarse para siempre junto a los españoles. Algo que cambió no solo el rumbo de sus propias vidas, sino el de muchos de sus seguidores por motivos tan dispares como la introducción de un nuevo concepto de hispanismo, o la salvación de miles de judíos durante la II Guerra Mundial. De una forma que jamás imaginarían al llegar aquel día de primavera del final de los años 20, cuando ella se asombró al ver el espectáculo que ofrecían las amas de cría clásicamente engalanadas con un estilo muy propio cuidando a los niños mas importantes de la sociedad madrileña en un Paseo de la Castellana flanqueado de palacetes y vida aristocrática. Mientras Gerald se estremeció instantáneamente con esa mezcla de olores a tomillo, jara y menta del empobrecido campo andaluz, contrastando con el brillo de los geranios rebosantes en los balcones de las humildes casas pueblerinas. Pero sobre todo, a Brenan le atrapó el mirar profundo, negro y denso de unos ojos femeninos granadinos que se le quedaron clavados en el corazón para el resto de su vida. Y ahí se quedó. Aquí se quedaron para convertirse en Doña Margarita y Don Gerardo.

Sin duda, fueron la caballerosidad de los hombres y la fineza de las mujeres españolas, desde las aristócratas y la alta burguesía con los que comenzó a tratar cuando llegó a Madrid, hasta el trato abierto y generoso con sus empleados posteriormente, lo que mas atrajo a Margarita Taylor de nuestro país. Esas cosas sencillas que la convencieron para quedarse para siempre. Así lo decidieron ambos, cada uno por su lado, posiblemente sin siquiera llegar a conocerse, pero conmovidos por la simpatía de nuestra gente y por la autenticidad que percibieron en nuestro país. Igual que a tantos otros ingleses que también se sintieron atraídos a lo largo de nuestra historia moderna por España. Desde el viajero, gran dibujante y relator, Gerald Ford en el S XVIII, hasta los hispanistas mas recientes, como mi propio maestro, el antropólogo e hispanista Julian Pitt-Rivers, o el historiador, Paul Preston, por citar solo a un par de ellos.


Muchas veces ha pensado si la elección del nombre Embassy para su establecimiento, ciertamente insólito en un enclave tan castizo como snob, y de una clientela tan exclusiva como la que ha tenido siempre, donde se centraban los encuentros más frívolos de la alta sociedad madrileña desde el tiempo de su inauguración y más aún durante la post-guerra, en realidad delataba inconscientemente las iniciales intenciones de Margarita Taylor al establecerse entre nosotros. Un doble juego con fines tan políticos como sociales y en el que ella trataba de congraciarse por su proximidad con su propia embajada británica, situada en la esquina de Monte-Esquinza y Fernando el Santo y por motivos no solo comerciales, como se vio posteriormente. Detalles que no puedo probar, a pesar de mi relación personal con Margarita Taylor desde mi infancia, ni después de decidirme a profundizar en su vida, para contarla a quienes no la conocieron. Una señora muy próxima a mis padres y por tanto, estrechamente relacionada conmigo.

Pero indudablemente choca pensar cómo una irlandesa, ya no tan joven, culta, elegante, refinada, católica devota y de nobles sentimientos, bien establecida en distintos países desde hacía años con su marido, al divorciarse y romper totalmente con su pasado en los años veinte,  una época en la que cualquier mujer necesitaría un gran valor para emanciparse y volver a empezar en solitario, - y en el extranjero- decida, además, introducirse con un negocio tan sutil e inusual en nuestra sociedad y en un lugar tan estratégico de Madrid. Una capital europea entonces de menor calibre que Paris o Berlín, por ejemplo y cuya sociedad, hasta cierto punto, le venía pequeña a la mujer de mundo en la que Margarita se había convertido para 1931. Sin duda tenía que haber algo más profundo al elegir ese nombre sellado en inglés para airearlo entre los madrileños, precisamente en ese rincón del barrio Salamanca: el coletazo de la influencia social y política, tardía y discreta, apenas perceptible fuera de un círculo muy estrecho, entre los monárquicos románticos que aún giraban alrededor del recuerdo de la última reina inglesa, Victoria Eugenia de Battemberg, casada con Alfonso XIII, aunque ya hubiera dejado de serlo para el resto de los españoles.

De ésta forma el salón de té Embassy se convirtió en el punto de referencia y reunión madrileña, no sólo del último reducto de españoles monárquicos pre-franquistas y de antiguas damas de la corte bilingües, por cierto en su mayoría vecinos de los palacetes colindantes al negocio, como la duquesa de Lécera, o la condesa de la Maza, sino de muchos anglófilos que acudían a la llamada del discreto encanto burgués del local para reunirse entre ellos. Pero sobre todo para respirar el aroma nostálgico de sandwiches, de scones, de muffins, de cakes y los exquisitos pastelitos de limón ácido, lemon curd. Del té colonial importado y recién hecho en un ambiente de indiscutible sabor británico, en el mas puro estilo de la vieja colonia, difícil de encontrar en ningún otro lugar de España en aquellas fechas.

Así como la gran mayoría de los que pertenecían al incipiente asentamiento británico instalado en Madrid por motivos diplomáticos o comerciales, atraídos por los beneficios que les pudieran aportar su compatriota, la espectacular y bellísima reina Victoria Eugenia, hace aproximadamente cien años. Esos que iniciaron el Club Inglés, el Banco de Londres, los equipos de rugby en los campos universitarios, las primeras escuelas de aviación, del ferrocarril y quizá lo más importante de todo: la Cruz Roja Española, inaugurada y apoyada por la propia reina desde su inicio en 1926 hasta el mismo día que salió del país. Y ya en la post-guerra civil, el hospital Anglo-Americano y el Instituto Británico, del que me precio haber sido alumna durante once años. Igual que las innumerables empresas e intereses comerciales británicos en suelo español que tan fácilmente se adaptaron a nuestra sociedad. Por eso estaban ya establecidos en la capital, e incluso habían formado sus propias familias al mezclarse entre nosotros con toda naturalidad en apenas veinticinco años. Hasta el punto que la marcha de los reyes durante la República, o a pesar de la Guerra Civil en el año 36, aún siendo unos hechos tan trascendentales, no lograron desviar su nueva trayectoria personal y no se marcharon, se quedaron. Se quedaron en España y transmitirnos sus apellidos británicos y en un par de generaciones fueron españoles totalmente integrados en nuestra sociedad.

Junto a los diplomáticos destinados en las embajadas norteamericana, francesa, suiza, sueca, belga, noruega, holandesa o de Irlanda, es decir, los representantes de los aliados, estos fueron mayormente los extranjeros que inicialmente se ensamblaron con la aristocracia y la burguesía madrileña espontáneamente a través de Embassy, desde que Margarita Taylor también decidió quedarse. Un público muy variado, adinerado y por tanto en su mayoría conservador, que al igual que le ocurrió a ella, en pocos años tenían unas raíces tan profundas aquí que ya habían logrado hacerse un lugar, discreto, cómodo y refinado en el Madrid de la posguerra civil para cuando comenzó la II Guerra Mundial. Fueron precisamente éste conjunto de personas los que acudieron casi sin que se les avisara a la llamada de alerta que produjo el estallido de la guerra, y en cuanto se corrió la voz apenas perceptible de que hacían falta manos, gente, lugares de ocultación, familias de amparo, ropa, dinero, alimentos, en resumen: ser solidarios contra la adversidad, los clientes más íntimos de Embassy junto a los empleados directamente relacionados con las embajadas aliadas establecidas en Madrid, se hicieron uno para ayudar como pudieran. Esos cooperantes en apariencia más frívolos, y por tanto, los más insospechados para aquel gobierno fascista de los años 40, o para las clases acomodadas españolas entre quienes un distorsionado sentido de caridad católica significaba casi lo opuesto de lo que significaba para un cristiano protestante: ser solidarios en la adversidad sin menoscabo de a quien se protege. La cultura predominante de los extranjeros que allí se reunían para apoyar a las víctimas escapadas clandestinamente del nazismo a través de España.

Entre ese puñado de voluntarios que pasaron anónimos a la posteridad y en el mas  insospechado lugar de la capital española, se formó un pequeño reducto de adhesión aliada, una mini resistencia indeliberada, mucho más ligera, es verdad, que la que pudiera existir en Paris, La  Haya o Bruselas, tan atosigados por las tropas nazis. Pero no por eso menos eficientes en su lucha anti nazi, encabezada y dirigida bajo cuerda desde Londres por medio de la Embajada Británica en Madrid. Concretamente a través del Agregado Naval, Alan Hillgarth, quien simultaneaba su puesto diplomático como jefe del Servicio Secreto Británico a lo largo de toda la II Guerra Mundial, totalmente fuera del control franquista. Embassy era por lo tanto y en plena dictadura de los años 40, un reducto insospechado para el público medio de  ayuda y salvamento, incluso para los miembros del gobierno español. El recinto utilizado por los diplomáticos aliados como el emblema de auxilio para las evacuaciones de judíos, indocumentados, desertores de los ejércitos europeos tomados por el III Reich y tantos otros descarriados sin rumbo fijo huyendo de la barbarie y la persecución de sus orígenes. La neutralidad franquista podría amparar hasta cierto punto a los colaboradores clandestinos reunidos insospechadamente en el famoso salón madrileño, pero por su estrecha relación con los altos cargos de las embajadas británica y alemanas próximas, también conocían el poder alemán infiltrado. Y el de la Gestapo entre la policía nacional, autorizada sin excesivo miramiento por Interior y el Ministerio de Asuntos Exteriores, - como cuenta el embajador Hoare en el año 46 (1) - para hacer uso de su autoridad en un momento en que el destino (y el presente) nacional estaba controlado por la mano férrea de un influyente Serrano-Súñer, acaparador de unas cotas de poder que ponían en peligro el de su propio cuñado, el Generalísimo Franco.

Mientras los periódicos censurados por el estado y la iglesia llenaban a plana completa, los triunfos de Goebbles, o los bombardeos de la aviación del III Reich sobre los territorios aliados, resaltando su incompetencia y el mal genio de Winston Churchill ante las invasiones alemanas. O admiraban a una jovencísima Carmencita Franco Polo el día que ésta acudía a los comedores de Auxilio Social para compartir la comida con los huerfanitos pobres de nuestra reciente contienda civil, - sin juzgar de qué bando procedían, eso sí - nuestros héroes callados, colaboradores de los británicos, reunidos social y disimuladamente en el Pº de la Castellana, 12, hacían caso omiso a tanta sandez manipuladora y se preocupaban más por abrirles el camino de salida clandestina a miles y miles de judíos escapados de la garra nazi que atravesaban España para fugarse por diversos puntos fronterizos, o por nuestra casa gallega, a Portugal, o Gibraltar. Esos que lograban escamotearse por los Pirineos, o los recogidos en el campo de concentración de Miranda de Ebro en coches con matricula diplomática, o en ambulancias de la Cruz Roja Española, bajo falsos pretextos médicos firmados por mi padre, el Dr. Eduardo Martínez Alonso, podían recalar, entre tanto en el cobijo fraternal y acogedor de nuestra amiga irlandesa en su casa particular encima del establecimiento. Donde paraban sin miedo a ser perseguidos o extorsionados, en su largo recorrido peninsular, siempre por detrás de las autoridades locales.

64 años después, extraña que un capítulo tan crucial como el de las ayudas humanitarias durante la II Guerra Mundial, estudiada hasta la saciedad por los mejores y mas brillantes historiadores, no haya habido alguno encargado de explorar con la misma meticulosidad el papel que jugó España en las evacuaciones - y no sólo las aliadas - durante la persecución nazi. Más aún cuando el embajador Hoare lo cita claramente en su “Ambassador on Special Mission”. Esas grandes desbandadas hacia Lisboa de alguna forma tendrían que atravesar España, un hecho poco mencionado. Cuando se ha proclamado a diestro y siniestro que Suecia, tan neutral como España, había sido el gran colaborador humanitario pro-aliado. Pero paulatinamente vamos descubriendo que España y muchos españoles también estuvieron involucrados silenciosamente en salvamentos similares, con la particularidad de que lo hicieron corriendo un alto riesgo por un significado clandestino muy diferente al sueco. 

1) Hoare, S. Ambassador on Special Mission, Collins Ed., Londres, 1946.
Quizá la explicación a éste prolongado vacío informativo se debe sin duda a que mientras duró la dictadura franquista, años después de terminada la II Guerra Mundial, era imposible dar a conocer las noticias que menciono en mi libro (2). No solo por la censura, sino porque resultaba impensable hacerlo por esa ambigüedad característica que mantuvo Franco ante las grandes potencias a lo largo de la II Guerra Mundial. Exceptuando los 60 mil judíos de origen sefardí que se libraron del holocausto al adquirir la nacionalidad española, gracias a que se pudo rebuscar una salida airosa basada en una antigua ley republicana que los amparó hasta la tercera generación. Como cabía esperar, el Generalísimo se lo auto-adjudico a su benevolencia magnificada -, sin mencionar otro tipo de ayuda oficial o de otra clase.

Pero en investigaciones más recientes de historiadores de la UNED, o en la Universidad Europea de Madrid, ligadas a los archivos militares de Guadalajara y Alcalá de Henares, se van dando a conocer salvamentos humanitarios similares a los que yo me refiero. Aunque al igual que en los casos relacionados con Embassy, han sido los testimonios personales y mis propios recuerdos los que me han ayudado a situar y entender mejor lo ocurrido a este respecto en los años 40 para poder investigarlos a fondo.

No obstante, ha sido la aclaración personal de mi amigo y catedrático de historia contemporánea, Juan Pablo Fusi, quien me llevó a entender, ya completamente, porqué existió ese secretismo que les obligó a correr tantos riesgos para salvar a los judíos e indocumentados al reducido grupo de cooperantes de Embassy y en el que mi padre, como médico de la Embajada Británica y de la Cruz Roja Española, indistintamente, jugó un papel tan clave.

Fusi me confirmó que durante la II Guerra Mundial no hubo ningún acuerdo humanitario, como el usual canje de prisioneros o heridos, por ejemplo, saltándose siempre que convino los acuerdos de la Haya por lo menos hasta 1944, razón por la que los aliados se vieron obligados a utilizar la Embajada Británica en Madrid como el centro de operaciones de salvamento y rescate de los refugiados de todo tipo, sin informar al gobierno local, temerosos de sus simpatías germanófilas. Y así explica el propio embajador como fue: Una responsabilidad que debería recaer en la Cruz Roja, u otras asociaciones humanitarias de los gobiernos aliados, pero las condiciones particulares en las que tuvimos que operar lo hicieron imposible. Los trabajos de alivio y evacuación estaban tan estrechamente conectados con la maquinaria civil y militar española, que hubo que concentrarlo en la Embajada Británica. Tanto mi equipo como yo teníamos que intervenir a cada momento...Aunque sólo debíamos responsabilizarnos de los refugiados británicos, tuvimos que ampliarlo a refugiados de todo tipo... Miles de antinazis alemanes y austriacos, particularmente judíos llegaban sin que se les aceptara su nacionalidad. Nuestra batalla contra la Gestapo era interminable. (3)

Es así como se entiende el calibre de los diplomáticos aliados centralizados en Madrid, y porqué lucharon para llevar adelante su gran secreto con la ayuda de unos pocos valerosos cooperantes locales en la evasión de los refugiados y judíos y concretamente el valioso papel  que jugó su propietaria desde el salón de té Embassy. El gran aliado de los aliados, que no se atreve a mencionar el embajador al publicar sus experiencias personales en 1946 y desde donde

(2) Martínez de Vicente, Patricia. Embassy y la Inteligencia de Mambrú. Editorial Velecío, Madrid 2003. (3) Hoare, S. Ambassador on Special Mission, pags. 226/27 y 28; Martínez de Vicente, P. Embassy y la Inteligencia de Mambrú, pags, 144/45

se centralizaron la mayor parte de estas operaciones aliado-clandestinas de principio a fin de la contienda internacional, hasta al menos 1945. En paralelo con las maniobras efectuadas en la propia embajada, tan oportunamente situada a dos calles del establecimiento.


Considero oportuno aclarar aquí que a mi modo de ver, el salvamento de judíos a través de esta red de evasión española - al menos en el primer periodo que mejor conozco, 1940-42 - fue mas circunstancial que propiamente organizado exclusivamente con ese fin. Es decir, el Servicio Secreto Británica organizaría sus vías de escape propias para evacuar a su gente, como indica el propio Hoare, por culpa de la inexistencia de los acuerdos humanitarios. Pero el caso judío se añadió por un interés personal de Winston Churchill de salvar la vida de los judíos perseguidos como fuera. De ahí que los traslados de las víctimas se efectuaran en calidad de polacos, checos, austriacos o alemanes sin especificar su raza a religión para protegerlos mejor solo por su ciudadanía. Un asunto que hasta hoy confunde a algunos israelitas,  pero que a mi me parece que añade aún más valor a estos salvamentos ya que eran doblemente perseguidos por los nazis.


Sin proponérselo, durante la II Guerra Mundial, Embassy se convirtió en una oculta alternativa humanitaria insospechada, sin perder nunca su presencia social conservadora, liberal, frívola y desde luego, snob, entre un reducido grupo de a-franquistas que actuaron indiferentes a la ideología pro-nazi impuesta del momento, igual que lo hubieran hecho clandestinamente y de la misma manera, si fuera necesario, frente al gobierno de Azaña, o el que hubiera coincidido en España con la II Guerra Mundial. Lo imprescindible era salvar, o al menos ayudar en lo posible, a las víctimas que por desgracia siempre hay en cualquier guerra. Lo de menos era bajo qué ideología o bandera.

Estas hazañas encubiertas, pero curiosamente llevadas a cabo delante de todo el mundo, se pudieron lograr cuando un sector mayoritariamente extranjero, cosmopolita y mundano, pero con suficiente arraigo español, pusieron en práctica sus más íntimos principios de solidaridad y discreción al comprender la importancia que tenía su labor y más aún, el hecho de mantenerse callados en un momento en que la mínima indiscreción se pagaba muy cara. En el caso de los españoles cooperantes, además de entender cual era su papel - y su deber - se sintieron responsables de actuar en una guerra extranjera y que a todos les debiera concernir. Pero sobre todo se unieron a los aliados, sin duda, por esa indiferencia política nata de un amplísimo sector social - y no solo entre las clases acomodadas - que se vieron obligados a sobrellevar inevitablemente unas imposiciones políticas arrastradas sufridamente desde la Guerra Civil. Les gustara o no, en los años 40 la gran mayoría de españoles estaban tan debilitados en sus nuevas circunstancias que no les quedó mas remedio que transigir con la dictadura triunfalista reinante para poder continuar viviendo en paz consigo mismos, entre su gente. Para seguir subsistiendo y  en muchos casos, soportar calladamente la frustración de no poder airear unos ideales y unos deseos políticos y sociales que no casaban  siempre con los de quienes les gobernaban.




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Diarios y  Revistas consultados (1940/42): ABC, Arriba, Madrid, La Vanguardia Española, Luna y Sol, (1944) y Ya.