jueves, 1 de marzo de 2012

De Horcher a Embassy

De Horcher a Embassy

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  • Los libros cuentan la historia política del restaurante y el salón de té
La novela 'La clave Embassy', de Patricia Martínez de Vicente (editada hace un año por La Esfera de los Libros y ahora, revivida por Diego Carcedo y la sociedad Sefarad en un acto de 're-presentación'), ha revelado a muchos el papel que una repostería y salón de té fundada en 1931 por la irlandesa Margaret Kearney-Taylor a dos manzanas de la Embajada británica en Madrid representó en la España de los años 40 como punto de encuentro de numerosos agentes y cooperadores de los servicios de espionaje británicos. Entre ellos destacaba el doctor Eduardo Martínez Alonso, padre de la autora, a la sazón médico de la legación diplomática, que ayudó con falsos certificados médicos a cientos de refugiados europeos que huían del nazismo a pasar de España a Gibraltar y Portugal durante la II Guerra Mundial.
El libro de Martínez de Vicente nos recuerda que otra novela, 'Las benévolas' (RBA Editores), del franco-norteamericano Jonathan Littell, premio Goncourt 2006, hace pasar parte de la trama de otra historia, ésta de los horrores nazis contados por un oficial alemán, por un restaurante clásico de la Lutherstrasse berlinesa, Horcher. El mismo que, en 1943, se trasladó a Madrid, donde sería punto de reunión para los agentes y cooperadores de, esta vez, los servicios alemanes.
Separados por apenas unos cientos de metros siguiendo el eje Castellana-Serrano, Embassy y Horcher se convirtieron en una suerte de emblemas de la España proaliada y la pronazi.
Más allá de aquel enfrentamiento bélico, estos dos establecimientos, que aún funcionan en 2011, ilustran el impacto histórico de los forasteros en la creación de un tejido gastronómico en una ciudad que hasta bien entrado el siglo XX fue el "poblachón manchego" que describía Camilo José Cela. Un antecedente más antiguo fue el del decimonónico repostero francés Émile Huguenin, que conoció en Burdeos a muchos exiliados españoles y en 1839 se trasladó a Madrid para abrir una pastelería y luego restaurante, Lhardy, que reveló a la capital española unos refinamientos culinarios hasta entonces desconocidos en Madrid. (Y, a lo largo del siglo XX, la llegada de cocineros, sobre todo vascos, con la apertura de restaurantes como Guría o Gure-Etxea, haría progresar de forma notable el nivel de la restauración pública de la capital).
El azar interviene también en la fundación de Embassy y Horcher. Kearney-Taylor (luego, hasta su muerte, doña Margarita) observó, al llegar a Madrid, que La Castellana era un paseo noble como los Campos Elíseos, pero que no se encontraba ni un solo local en el que una señorita de buena educación pudiese ir a tomar un té con pastas sin estar acompañada. Así que abrió Embassy, que ocupó tan bien ese nicho que ahí sigue 80 años después.
En cuanto a Horcher, un viejo cliente de la casa fundada en Berlín en 1904, el mariscal Hermann Goering, jefe de la Luftwaffe, había advertido a su propietario, Otto Horcher, de que los incipientes bombardeos aliados sobre el Berlín de 1943 irían irremediablemente a más y que el riesgo de perderlo todo era enorme, incitándole a mudarse a Madrid, "que es territorio neutral y sin peligro". Y con todas sus pertenencias, incluidas las delicadas porcelanas de Sajonia, se marchó a la exótica España la familia Horcher, incluido un niño de tres años, Moppy, que sigue siendo hoy el propietario.
Embassy hizo descubrir los 'muffins', los 'scones', los tés Darjeeling y Lapsang Souchong a una burguesía que no conocía esas delicadezas del imperio británico. Horcher, aunque berlinés de origen, practicaba sobre todo la gran cocina austrohúngara, que en la Europa central de la Belle Époque tenía la misma reputación que la francesa en la occidental. Los guisos de caza, el goulasch, los arenques con nata agria, el goloso pastel 'de árbol' Baumkuchen fueron otras tantas aportaciones suyas al entonces tan modesto acervo culinario de Madrid.
Pese a las vicisitudes del largo tiempo pasado, Embassy y Horcher mantienen sus señas de identidad gastronómicas, lo cual es casi un milagro. Aportaron a la capital, en tiempos de dificultades y aislamiento, un refinamiento que enseñó mucho a profesionales y aficionados de aquí durante decenios, y aficionaron a una ciudad entonces poco cosmopolita a los platos foráneos y exóticos, cambiando para siempre el gusto de Madrid.

http://www.elmundo.es/elmundo/2011/11/22/cultura/1321949312.html

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