Nuestro James Bond

La Asamblea General de las Naciones Unidas ha instituido el 27 de enero como la fecha conmemorativa internacional de la Memoria del Holocausto y la Prevención de Crímenes contra la Humanidad desde el año 2005. Día en el que este año 2011 la Asociación galega, AGAI, encargados de enlazar la amistad gallega con Israel, solicita al alcalde de Vigo, Abel Caballero, nombrar una calle en recuerdo de mi padre, el Dr. Eduardo Martínez Alonso. Sin duda en mejor homenaje - y el que más le hubiera gustado a él, tan vigués desde la cuna -  a su labor humanitaria en el salvamento de las víctimas del nazismo desde España durante la II Guerra Mundial. Los miles de salvamentos de aquellos que pudieron escabullirse por nuestro país y lograron evitar su terrible persecución, arropados precisamente por gente como Lalo y su familia, al amparo de las costas gallegas. De ahí que desee agradecer muy sinceramente esta iniciativa espontánea y emotiva al presidente de AGAI, Pedro Gómez Valadés en particular y a los vigueses que intervienen en esta solicitud en general.

Una iniciativa que se engloba dentro de la ayuda humanitaria de mayor alcance internacional de la II Guerra Mundial, apenas reconocida durante más de 60 años, hasta que pude contarlo ya en “La Clave Embassy” (La esfera de los Libros, 2010). Un hecho político y humano de alto secretismo de estado, pero crucial y que pudo lograrse por la particular situación geográfica de Galicia, y la no menos particular y generosa actitud de otros gallegos como mi padre. Igual que la de aquellos españoles dispuesto a dar el todo por el todo en silencio y con un alto riesgo personal para que miles de salvamentos extranjeros llegaran a buen puerto lejos de la persecución nazi en Europa. Acciones de una valía extraordinaria que enlazan a Galicia con Portugal al amparo en la arbitraria, pero significativa, neutralidad franquista y que los diplomáticos británicos establecidos en España tan bien supieron manejar frente al poderío alemán. Me refiero en concreto y con mucho cariño también, a la peligrosa actividad en la que se metió el Dr. Eduardo Martínez Alonso como un novato James Bond - posteriormente reconocidos como colaboradores del SOE (servicio de operaciones especiales) - desde su propio territorio. Y no invento nada al comparar a mi padre con el protagonista de Goldfinger, puesto que aún se conserva en el archivo británico que me dio pie a escribir el libro para contar estos hechos, la entrevista que le hizo el propio Ian Fleming (el verdadero creador del James Bond de ficción) entonces alto funcionario del MI5 en Whitehall, recién llegado Lalo a Londres en 1942 escapado de la Gestapo en su país. Tampoco es casualidad que mi padre dependiera de un sector del Foreign Office denominado 055A, una similitud descarada con la del autor británico para su famosísimo personaje de ficción: el agente 007. Paralelos desfigurados de los casos que Fleming supervisó en plena guerra mundial y que posteriormente aplicó, salvando distancias de fechas, situaciones y nombres en clave, para una difusión novelada de éxito internacional, por otra parte totalmente prohibido mencionarlos de otra forma como miembro del servicio secreto británico en activo.

Que en fecha tan destacada deseen homenajear en su propia tierra a este valiente vigués y seductor inofensivo me resulta conmovedor. Quizá a Lalo le faltaban 2 palmos y el porte de galán de cine necesario para convertirse en ese agente 007 inventado que dio a conocer un par de décadas después Ian Fleming. Sin embargo, en la vida real le sobraron arrojo, compasión, sentido del deber y amor al prójimo para comprometerse por convicción propia y sin ninguna inclinación política concreta, como uno de los primeros y secretísimos agentes del MI6 en España. Con una dedicación exclusiva al salvamento de judios y gentiles perseguidos por el nazismo, aunque estuviera amparado como el simpático médico de la Embajada Británica en Madrid. Que lo era.

Tres generaciones después de ocurridas estas tragedias, no dudemos que ha sido gracias a personas con un fuerte sentido de la justicia y consideración al prójimo como él, testigos presenciales del terror bélico, que se pusieran los medios para repudiar las humillaciones y las privaciones de sus derechos a unas víctimas inocentes y evitarlas en el futuro. No dudemos tampoco que estos cooperantes silenciados influyeron para que cesaran el maltrato y las muertes por motivos raciales y políticos, directamente ligados a los crímenes de guerra. Por eso y gracias a gente así, hoy podemos conmemorar el día de la Memoria del Holocausto como un hecho desgraciado e inolvidable pero que harán posible que esta clase de crímenes contra la humanidad sean irrepetibles. Ojalá las injusticias de aquella guerra no queden impunes y se conviertan en un pasado carbonizado para siempre.


                                    Patricia Martínez de Vicente es antropóloga
                                    Social y escritora